Es hora de saber la verdad.

Las versiones oficiales emitidas en relación a las muertes de Manuel Urionabarrenetxea -junto a Juan Oiarbide- y Juan Luis lekuona -junto a Agustín Arregi- no coinciden con el relato de los hechos aportado por testigos presenciales.

En el contexto del conflicto en Euskal Herria, muchas personas han muerto como consecuencia de décadas de violencia y confrontación armada. En nuestra geografía han existido diversas violencias que han causado vulneración de los derechos humanos, dolor e intenso sufrimiento.
Algunas víctimas de la violencia han sido reconocidas y han podido ejercer los derechos que les otorga la Ley. Para la mayoría de las víctimas de la violencia ejercida por el Estado, en cambio, el punto de partida es muy diferente; tras muchos años de negación, seguimos luchando por establecer la verdad de lo que nos hicieron, para que cada muerte y vulneración de derechos humanos, sin excepción, sea censada, reconocida y reparada de manera oficial.

En concreto, hablamos de los y las fallecidas como consecuencia de la violencia policial, de la política penitenciaria de excepción, de la extrema derecha, de la guerra sucia, de la tortura, de los muertos en supuestos enfrentamientos con las FOP o del FSE. Porque en demasiadas ocasiones, la construcción de versiones oficiales justificando la acción policial, considerando las muertes como naturales o responsabilizando al fallecido de su propia muerte, ha servido para ocultar verdaderos crímenes.

La verdad de lo ocurrido en torno a muchas de estas muertes sigue rodeada de sombras e interrogantes sin aclarar. Como las que nos han traído hoy a Busturia: hace 38 y 33 años los vecinos de Busturia Juan Luis Lekuona y Manu Urionabarrenetxea murieron como consecuencia de los disparos de la Guardia Civil en Hernani e Irun respectivamente. Junto a ellos murieron también Agustín Arregi y Juan María Oiarbide.

En ambos casos, las fuentes oficiales justificaron, desde el primer momento, las consecuencias de las operaciones de la Guardia Civil de Intxaurrondo, alegando que los fallecidos recibieron a la Guardia Civil a tiros.

En sendos casos, sin embargo, los testimonios de testigos de lo ocurrido ponen en cuestión la versión oficial, ya que desmintieron el argumento oficial utilizado para justificar la muerte de estas personas. Por lo tanto, habría que preguntarse también por el verdadero objetivo de estas operaciones de la Guardia Civil; el propósito era su detención o su eliminación?

La documentación que podría aclarar estos dos casos sigue hoy blindada por una ley preconstitucional. Que la derogación de la Ley de Secretos Oficiales no sea aun realidad, es una prueba más de la deficiente calidad democrática vigente y de la falta de voluntad de clarificar estos y otros casos, ocurridos durante el franquismo, la transición y la supuesta democracia.

La presente Ley establece que “protege los asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos que puedan perjudicar o poner en peligro la seguridad y defensa del Estado por personas no autorizadas. ¿Qué esconden los cimientos del Estado de derecho? ¿No será la credibilidad de la propia naturaleza del Estado quien corre peligro?. Y es que saldría a la luz la verdad sobre la transición, la guerra sucia, el 23F, el plan ZEN, el informe Navajas, o el GAL.

Lo que está claro es que esta ley de 1968 sigue siendo un mecanismo legal que nos restringe el derecho a saber la verdad. Esta ley sigue siendo un obstáculo en el camino del reconocimiento para quienes sufrimos la violencia de Estado. Asimismo, sirve para perpetuar la impunidad de aquellos a quienes ya protege y permitiría la misma impunidad ante posibles nuevas comisiones o conductas contrarias a los derechos humanos que pudieran darse.

Esta impunidad no sólo ha permitido que ocurran estos crímenes, sino que ha permitido perpetuarlos durante décadas, creando la convicción de que la “in-justicia española” es también responsable de la tragedia humana vivida en muchas de nosotras.

Porque el monopolio de la violencia, la verdad y la justicia está en el propio Estado. No es de extrañar, por tanto, que el modelo de justicia que el Estado español ha aplicado en el marco del conflicto sea de una desproporcionalidad absoluta; sobre unos agentes violentos recae todo el peso de la ley y sobre otros agentes violentos, en particular sobre los responsables de nuestro sufrimiento, sólo existe impunidad.

Esta categorización de las violencias permite además clasificar a las personas victimizadas en función del origen de la violencia padecida. Así mientras unas pueden ejercer su derecho a la verdad y la justicia, otras, en el mejor de los casos, tendremos acceso a un proceso administrativo de reconocimiento.

Las instituciones asumen con naturalidad que no existan consecuencias para los responsables de los asesinatos de nuestros familiares, para aquellos que eran los presuntos garantes de nuestros derechos fundamentales.
Ya es suficiente. No podemos permitir que se continúe normalizando la impunidad, hay que dejar de utilizar términos que maquillan y justifican los crímenes de Estado, porque lo único que se consigue así es minimizar consecuencias, difuminar las responsabilidades y extender la idea de que la violencia que nos golpeó era legítima. No lo olvidemos, son graves violaciones de los derechos humanos.

Cabe destacar hoy, los resultados del estudio realizado por técnicos de la UPA/EHU y de la Sociedad de Ciencias Aranzadi sobre la autopsia de Txabi Etxebarrieta. Estos resultados presumen una ejecución extrajudicial en contra de la versión oficial. Lo mismo ha ocurrido con la resolución de la Comisión de Valoración de la Ley 12/2016 sobre el caso Zabalza, que ha llegado a la conclusión de que la versión oficial es inverosímil. Como ha ocurrido también en otros casos.

Es evidente por tanto: debe derogarse la Ley de Secretos Oficiales, hay que abrir el oscuro baúl de las Versiones Oficiales y ha de habilitarse para la sociedad en su conjunto el derecho a la Verdad.
Es una cuestión de saneamiento democrático, que exige voluntad, compromiso con los derechos humanos y pedagogía ética, para entender que, en democracia la Verdad también debe erigirse como imperativo ético.

Han pasado ya muchas décadas, es hora de conocer toda la verdad sobre las muertes de Juan Luis y Agustín, Manuel y Juan.